CON AMOR

Marzo del noventa y dos.

Era una tarde gris, y de repente, como cualquiera otra de mis fantasías, vi aparecer un tren de colores. Cerré los ojos, sacudí la cabeza, y los abrí de nuevo esperando volver a la realidad. Sin embargo, para mi asombro, el tren seguía allí, cada vez más cerca. Y no era un tren, sino carromatos de madera tirados por camiones tan antiguos como coloreados.

Subían por el paseo que discurre entre la basílica del Pilar y el río Ebro; subían contracorriente. Era la caravana del CIRCO RALUY. ¡Qué nombre tan extraño para un circo!, pensé.

Seguí a la caravana de los sueños hasta un solar en el centro de la ciudad, donde montaron su universo de ilusiones. Y allí comenzó una relación que ha ido creciendo con el tiempo y aun en la distancia.

Con los RALUY he compartido techo, mesa, catre, sueños, ilusiones y, por qué no, ambiciones. He sentido el calor de los aplausos del gran público como uno más de ellos, pero también he sufrido. He sido el Jerzy que soporta la lluvia de cuchillas; me he convertido en William y con él he aguantado el peso del círculo que envuelve a Rosita. He oído silbar esos puñales rozándome la piel; con sus burbujas, Louisa me ha enseñado el circo desde el cielo, y al atravesar los dos aros de cuchillos he sido fuego. Kerry me ha hecho sentir el tacto de los rulos en las plantas de los pies, como he sentido un crujido en las cervicales cuando Francisc hace con la bailarina el número de la percha. He revivido una y otra vez las historias de los payasos Luis y Mike, y hasta me ha salido de la garganta esa voz única con que Carlos pone en orden mis sensaciones. Y siempre me ha cautivado la inocente sonrisa de Marina, que a la vera del retrato de su marido - el gran Luis Raluy - confundidos ambos entre el público, aprueban y disfrutan una y mil veces cada número.

Porque Luis Raluy Iglesias vive bajo la carpa. Y yo he sentido su presencia.

Septiembre del noventa y nueve.

Al CIRCO RALUY, con amor.

 Joaquín Ruiz Sancho.